Anoche, a eso de las 11, mi amado Enzo partió del hogar Verra hacia Pinguino, la plaza que más le place y más cerca está de casa. Tal paseo forma parte de una rutina de la que Enzo regresa a eso de las tres de la mañana, hora en que abre con la destreza que lo caracteriza la puerta del garage. Cuando Daniel abandona el piano antes, rareza ocasional debido a su noctambulismo de clase, Enzo queda fuera, hasta a eso de las siete de la mañana. Pero ante anoche Enzo traspasó un límite: llegó a casa a las diez de la mañana, con la oreja izquierda cortada y una cara de orto que mataba. Todo el día estuvo cabizbajo. Anoche, miércoles, las cosas se pusieron más oscuras. Mi adorado compañero superó su azaña anterior: eran las cuatro y media de la tarde y la familia Verra toda se preguntaba por el paradero de Enzo, al punto que Daniel llamó a la radio-tevé de San Francisco para alertar a la comunidad del este cordobés sobre la fuga o desaparición de tal adorable can. Las hipótesis que intercambiábamos vía teléfono iban desde el asesinato por parte de otra pandilla de perros hasta la persecusión hacia una perra en celo. También pensamos que podría estar perdido o herido tras haber sido atropellado por un auto. La sola idea me arrancó un par de lagrimones. Pero a eso de las cinco el galancito apareció, con la oreja más cortada que el día anterior, y un par de gotas de sangre brotando de por aquí y por acá. Bebió agua y con su mirada nos informó de su mutismo absoluto. Cada vez que se vaya pensaré que es la última vez. Pero la familia Verra seguirá abriendole la puerta del garage, porque ha coincidido en que no quiere un preso político, y menos, mucho menos, un nenito de country.