

Para ser rebelde, hay que ser libre.
(Daniel Bruhl, actor alemán)
¿Qué clase de poder ejercen sobre nosotros, los vulgares mortales, estos seres dotados de un aura y una belleza dignas de una estrella?, ¿ el mérito es de ellos, o tan sólo del poder de la pantalla grande, que los vuelve imposibles, y con ello, adorables?, ¿por qué los admiramos e imaginamos una y otra vez junto a nosotros, si apenas conocemos un infiel y parcial retrato de su persona?, ¿acaso ellos no ostentan sus propios defectos?...acabo de ver por segunda vez Good Bye Lennin, y no me importa ninguna de estas preguntas, porque amo irracionalmente a su protagonista. Lo imagino inteligente, reflexivo, sensible, erótico, buen pibe, divertido y comprensivo. Antaño, vi la película en cine y la adoré, pero mi reincidencia no radicó en la talentosa cinta artística, sino en Daniel. Daba lo mismo ver Los Edukadores, Salvador, o Good Bye Lennin. Belleza, carisma, magnetismo, el más lindo de los comunes y el más común de los lindos, ese es Daniel Bruhl. Un tipo cualquiera, mi compañero de la facultad, aquel que va a las marchas de alguna agrupación, el que se te sienta al lado en el cine, el que ojea libros usados pero no tiene para comprarlos. Y encima, como si no fuese perfecto, habla un excelente castellano, porque su papá es alemán, pero su mamá, españolísima. Me pregunto qué sería capaz de hacer a cambio de conocerlo. Entre las opciones evalué la posibilidad de:
- amputarme el último 30% de mi dedo meñique de la mano derecha (no lo uso en demasía), a cambio de una semana con él en Madrid, Berlín, Roma, París, La Paz, Salvador de Bahía, Córdoba capital, o el Riachuelo. Él elige, pero su presencia no es prescindible.
- raparme (una vez que se vaya, claro, que si no me va a escupir...)
- ir de rodillas hasta San Francisco.